Acantilados del mundo y su poética salvaje

Este cuadro pertenece a Caspar David Friedrich, pintor alemán que lleva el romanticismo pictórico hasta límites admirables. Von Kleist, contemporáneo, lo comentó así: «Es magnífico dirigir la mirada sobre un desierto de agua ilimitado desde la soledad infinita de la orilla…Nada puede ser más triste e insoportable que esta posición ante el mundo». Quien haya oteado la inmensidad oceánica desde un acantilado comprenderá las palabras de Kleist y el desasosiego que nos produce el cuadro de Friedrich.

La ciencia positiva siempre viene a nuestro rescate con su lenguaje técnico y neutral. Para la geología un acantilado marino es sólo una más de entre las formas de erosión debidas a la acción de las aguas. Se origina como consecuencia del socavamiento producido por el oleaje en la base de las rocas, y el posterior derrumbamiento de la parte superior. De esta manera, el mar avanza y el acantilado retrocede.

Perfecto. ¿Quién teme al lobo feroz de los acantilados? Esa misma geología todavía añadirá que la formación y figura del acantilado dependerá del tipo de rocas en cuestión no menos que de, y esto lo saco de un manual escolar, «la disposición de los estratos del terreno en relación con la línea de costa».

Es comprensible que los manuales contengan tales definiciones y no el cuadro de Friedrich. Pertenece al ámbito personal trascender ese reducido ámbito, sin embargo. Y cuando, como Zenón, queremos demostrar el movimiento andando, nos olvidamos de las palabras y tiramos hacia la costa. Entonces descubrimos el vértigo de una poética salvaje que los libros de texto eluden tendenciosamente.

No es necesario viajar hasta la fría Groenlandia, donde se encuentran muros de kilómetro y medio, los mayores acantilados del planeta. Ni tampoco hasta el paraíso hawaiano, al que pertenecen los acantilados de Kaulappa, más de mil metros sobre las aguas del Pacífico.

En Europa tenemos estas formaciones rocosas por doquier. Muy famosos son los de Moher, en Irlanda, y también en distintas islas de las Canarias, como los Acantilados de los Gigantes, en Tenerife. Pero es que en la misma península ibérica se pueden disfrutar de acantilados impresionantes, tanto en el sur, desde Barbate hasta la Costa Brava, como en el norte.

Precisamente, en el norte nos topamos con acantilados que, gracias a la climatología que incita a la melancolía, evocan lo que sentía Kleist al contemplar el cuadro de Friedrich. Varios son los puntos del Cantábrico que nos avivan ese sentimiento. Especialmente en Galicia.

En el entorno de la Serra da Capelada, cerca de Cabo Ortegal o en San Andrés de Teixido. El caminante y su sombra se vuelven infinitesimales ante el romper bronco de las olas, y desde el mirador yermo de los acantilados es inevitable preguntarse, en medio del hastío de una insignificante existencia, qué clase de mal sueño de un dios fue el que nos ha parido.

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